martes, 25 de julio de 2017

AB de LGP-Crónica Nueve: Viaje de regreso 1952 Villa-Mata-Palo Blanco Santiago



AB de LGP-Crónica Nueve: Viaje de regreso 1952

Villa-Mata-Palo Blanco Santiago
Cuando viajé a la zona Norte,  al paraje de Arroyo Frío en 1946 iba como un astronauta que no sabe el destino que le espera. De lo único que estaba seguro,  era que viajaba contra mi voluntad y me lamentaba internamente, porque mis padres no se pusieron de acuerdo conmigo, antes de enviarme a un lugar que ellos ni yo conocíamos.
Lo mismo ocurrió con mi regreso, pero esta vez, yo no sabía lo que me esperaba, pero sí  lo buscaba  que quería. Entre otras cosas estudiar, superarme, ayudar a mi familia y labrar un futuro de estabilidad para mi vida.
1952 ganan las Águilas Cibaeñas y yo marco un nuevo destino. Pasé varias semanas preparando el terreno para emprender el viaje de regreso a Santiago, pues en esa ciudad que apenas conocía por el retoque de las campanas, y  las aguas y piedras del río.  Yaque del Norte, nunca ponderé el futuro que me esperaba, pero estaba decidido a enfrentarlo pasara,  lo que pasara.
Vivía con mis padres y mi abuela. Contaba para entonces con la edad de 15 años no cumplidos aún,  y tenía que convencer la voluntad inquebrantable de mi padre, que en materia de gobernabilidad familiar, era un poco roca izquierda.
Sabía de ante manos que si le proponía a papá que quería irme de Villa Mata, tendría como respuesta un no rotundo, o una amenaza para una “ pela histórica”, contando desde el número uno si equivocarme, hasta el número establecido por él para dicha golpiza.
Papá era analfabeto, pero en materia de números y correazos, no se equivocaba y quien se atreviera a brincar la tablita, sabía que la pagaría con un interés poco razonable, como por ejemplo, anular los correazos anteriores para comenzar el conteo de nuevo.
Antes esa disyuntiva decidí no comunicarle mi decisión, pero  sí se lo comuniqué a mamá y a mi abuela, que me respaldaron y ayudaron en la preparación del viaje.
Yo mantenía contacto con mi amigo Niño que ya vivía en Santiago a través de su madre Angélica, le mandé a preguntar si estaba dispuesto a recibirme en su casa, la respuesta fue positiva y cumplió. Llegado el día y la hora de mi aventura todo estaba preparado. Mamá me preparó la poca ropa que tenía, le eché manos al único par de zapatos que poseía y mi abuela Adela, me puso en manos el dinerito que guardaba como ahorro.
Bien temprano,  después que papá salió para la faena agrícola, emprendí el viaje de regreso a Santiago, salí a Palo Blanco y allí esperé el camión Chevrolet de Manuel Velázquez, sabía que allí iba a recargar, conversé con él para que me llevara a Santiago,  que era la ruta que iba a cubrir y  estuvo de acuerdo, pero no me cobró por el traslado.
Yo llevaba una nota conmigo,  que me había enviado Niño, diciéndome donde me recogería, y todo transcurrió en la normalidad y por la tarde,  ya formaba parte de los ciudadanos del nuevo vecindario de El Elgido,  en Santiago de los Caballeros. Antes debo decir, que conocía la ciudad hidalga apenas por la Cuesta Blanca, y que había venido una sola vez al centro de la ciudad. Pero sí varias veces,  acompañando a mamá a las riveras del río Yaque  por Nibaje,  cuando ella venía a lavar la ropa que secaba allí mismo,  desde Canabaoa.
Mi nueva vida en Santiago. Comencé ayudando a mi amigo Niño a vender algunos fajos de billetes de la lotería en la calle San Luis,  para ganar los primeros pesitos en mi nuevo estilo de vida. Trabajé como ayudante en la Dulcería de Frank Pérez, en la calle Luperón No. 47. Teniendo excelente comunicación con las hijas de Frank, me encargaron por la noche,  vender golosinas y cigarrillos en una paletera,  frente al teatro Apolo, ese ejercicio no duró mucho, porque no se adaptaba a mi forma de ser.
Fue Sofía, la hija de Frank, y doña Ana, quien me recomendó con la señorita Suna Sued para vender quesos crema y mantequilla Águila. Me fue bien,  allí, logré una buena clientela y con el dinero que ganaba trasladé a mi familia que aún residía en el campo a una casita que rentamos en El Egido.
Vino mi mamá y mis hermanos Ramón, y Marino, junto a mis hermanas Negra, y Blanca, Gladys aún no había nacido. Gregorio, mi hermano mayor y mi papá   decidieron quedarse en el campo, pero también abandonaron a Villa Mata.
En los primeros tiempos pasamos muchas vicisitudes, pero nos fuimos acoplando y adaptando a la nueva vida y henos aquí a los 65 años de esa correcta decisión.
Papá,  me  contaron, que estaba rabioso con mi decisión y que cuándo nos juntáramos  yo tendría que darle cuenta, porque yo creía que era un hombre para gobernarme.
Un feliz encuentro del hijo  y el padre. Transcurridos algunos meses papá vino a visitarme, nos saludamos, me abrazó y me dijo, era la única forma de salir de la Loma.
Conversamos de la familia y le dije que con precariedad, pero que estábamos sobre viviendo y comenzábamos a organizarnos y ya casi todos estábamos produciendo algún dinero, lo que nos permitiría ir superando el choque que produce el cambio del campo a la ciudad.
Margarita…ángel guardián, y amiga fiel. No quiero cerrar este capítulo sin dedicar algunas palabras de agradecimiento, a doña Margarita, la señora que me salvaba la situación cada vez que se me cerraba el  círculo.
Yo llevaba víveres para la venta, plátanos, guineos, yuca, batata, ñame y otros tubérculos al reducido mercado de Palo Blanco. Allí los negocios eran pocos y no prósperos. Habían dos colmados, dos ventorrillos, una fonda, y una carnicería.
Los víveres que yo llevaba a vender o lo compraba Margarita, Ramonita, y en escasas ocasiones  algunos de los dos colmados.
Pero el producto de la venta de esos víveres o tubérculos eran cruciales  para la alimentación nuestra  mi familia, puesto que  con el dinero de la venta compraba carne, arroz, espaguetis, manteca, y el jabón para lavar la ropa, el gas para las husmeadoras, etcs, etcs…Ocurre, que como yo viajaba a menudo con la burra timba de víveres, no le daba tiempo a que consumieran los que me habían comprado antes.
Margarita, que de cariño me decía (guebete) era mi ángel guardián, cuando veía que ya me iba con los víveres sin  vender, me decía guebete, tíralo ahí, aunque se pierdan,  y me pregunta cuánto  tenía que pagar, por el nuevo surtido de víveres.@

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